Una mirada al amor

Él se enamoró de sólo una parte de ella; con eso tuvo para perder la cordura. Un segundo de esos que se eternizan en la mente, bastó para que la palabra amor tomará el verdadero significado en su mente: ansiedad por verlos, por mirarlos, por idolatrarlos; por quedar apresado de esa dulce mirada para siempre.

Unos ojos amielados y con hendiduras alargadas fueron su perdición. Además, esa expresividad que trasminaba sentimientos lo atraparon enseguida. A quienes les parezca irrisorio que esto suceda y no encuentren lógica en la forma de enamorarse, es porque aún no les queda claro que lo más ilógico que podemos encontrar en este mundo es precisamente el amor.

El resultado de esos elementos era una mirada con la capacidad de obnubilar hasta el más sereno. Y si quien la admira es un terrenal soñador, el desagradable resultado es un enamoramiento idílico.

Por supuesto que ella era mucho más que sólo su mirada, y claro que su cuerpo equilibrado de los pies al rostro  hacían pensar en utopía; pero con soñadores como él, el enamorarse de una parte tan expresiva era algo predecible.

Él, un hombre de taciturno caminar, de escondidos sentimientos, de pasmada alegría, cometió uno de los errores más agridulces de la vida: enamorarse, sin ser correspondido.

Pero  nunca se lo reprochó. Y cómo iba a hacerlo si no pudo siquiera insinuarle su amor a esos ojos, no tuvo el menor dejo de malicia o astucia para decirle un te amo con un abrazo, con letras, con palabras.  Así (medio) vivió su vida por un largo tiempo. Siendo (in) feliz en muchos momentos.

En algún momento de su vida logró enterrar ese amor y, a manera de extenso epitafio, escribió este relato que finaliza con la siguiente sentencia: Bienaventuradas aquellas que tienen el poder de enamorar con la mirada, porque de ilusos como yo será construido el reino de su admiración.